BENHUR SÁNCHEZ SUÁREZ


LA SOLTERONA
A los cincuenta años ve su rostro en el espejo

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Pintando escenas

A lo mejor mi visión hoy, cincuenta años después, pretende contener los dos oficios que Benhúr Sánchez Suárez ha ejercido de manera espontánea en su primera novela publicada. 

La de una mujer dibujada con su voz, pero vista por los ojos de un joven de veinte años que debe ayudarse con el pincel, para reforzar el  tremor verbal. 
Es por lo que con cautela he deseado ir por cada una de sus líneas, captando cada trazo y dibujando para mi los perfiles, que me ayuden a  obtener al final, un contexto que me aclare la palabra que el narrador y pintor trata de esbozarnos con sus dos instrumentaciones que hoy culmina en su portada definitiva:
El cuadro de la imagen de su novela.





Vemos, el terror de una mujer que surge de su propia angustia vital. 
Tantea en la oscuridad, los objetos, para llegar  a su silla frente a la ventana.
Recrea el sexo forzado de una violación que asumimos real.
Hay atmósfera y densidad de oscuridad, aunque el cuento es casi espontáneo, congruente, fluido.
La cotidianidad discurre con hermana, con teléfono, con un hombre esbozado siempre.
Muñecas de trapo reviven añorados deseos femeninos y maternales que el tiempo diluye.
Sabe a falso el aparente recuento de su violación.
La vida se parece a una verdadera novela leída de la que no logramos adivinar su autor, su trama, su título, pero sabe a cada página que pasamos.
Entonces escuchamos su voz filosofar sobre una peculiar realidad.
La muerte de sus padres se insertan como láminas metálicas que caen de un tiempo extraño al estilo Dalí, que logra dotar a sus hijas con escasos estudios, pero con monjas de ambientación. 
El personaje femenino concluye, que debió ser un varón y no cargar con la culpa de la madre, a la postre el sino señalador. 
Ella, fue una sirvienta de unas princesas pobres y su muerte fue muy tranquila. 
Pero las edades y el tiempo se diluyen incongruentes.
Presencia la muerte como una surrealidad.
Su vida se trastoca y el tiempo de nuevo se encoge y gira.
Los padres son viejos siendo jóvenes, tanto que muere el padre y a pesar de su juventud se pensiona y sigue subsidiándolas en ese mundo de  relojes viscosos que derriten la trama.
Entonces sus  aparentes recuerdos  se hacen irreales. 
Y entendemos que es falso el amante.
Al recordar las caricias sexuales que recibe su hermana adquiere el gusto para que sus manos la prodiguen, pero el hastío la llena y como poseída danza inútil en la cocina, donde casi no sabe crear nada.
Camina la orfandad, la oquedad de la soledad se materializa.
Pulula una envidia amarga, ella se niega, se hace inútil y falsa.
Alaridos eróticos se escuchan en la simulada cuadra, por vecinos en orgiásticas danzas coronadas de gritos. 
La ataca el terror.
El narrador se pregunta si mas bien es el dibujo de santa, que el poema de puta. Pero el nombre es eclesial y el pecado es no ejercer el amor.
Ese, el pensamiento de la época que acosaba a hombres y mujeres. 
Debe ser lo que los demás piensen. Ni misa ni cementerio. Obsesión con idéntico Frankenstein, fabricado con partes de su padre y cuñado, alto, flaco, vestido siempre de negro. 
En la realidad merodean siempre los mismos y repetidos amantes. 
Al final casi existe una conclusión que se ofrece como en fábula.
Son recuerdos lo que atosigan, pero no, son cosas y objetos que personifican a sus padres y a su hermana venidos como fantasmas de otras realidades, los contienen a aquellos y están perpetuos ahí, rondando su hábitat desolado, en el corredor su madre, en la muñeca su hermana esculcada por las manos de la pasión, en la alfombra siente los pasos censurantes del padre. 
Es una recreación no un recuerdo. 
Mientras ella se repite en el espejo.
La recreación es dolorosa y se va gastando. 
A los 41 años eran sus padres unos viejos jóvenes que parecían de sesenta.
En su última salida confunde la realidad de locura reflejando otra vez sus seres amados.


El mundo dibujado por el escritor


En el atrevimiento juvenil, el escritor BENHÚR SÁNCHEZ SUÁREZ, nos dibuja con palabras la soledad con cara de mujer.

A lo mejor esa, la de la ciudad fría y deshumanizada. 
La que no permite la ternura y tan solo mancha la simulada pasión no compartida, la que incomunica, la que trae por las noches la escena de una familia que fue, pero que no existe más o no existió y que tiene sabor a irrealidad.  
Y esa soledad tiene la piel perfecta de una mujer abandonada que poetiza, estéril, inútil, desperdiciada, que solo puede mirar a través de la ventana sin integrarse a su ser como personaje del mundo que por allí corre. 
Y vale la pena volver a contar la totalidad de esa vida traída a cuento como una reiteración.

En una atmósfera densa, oscura, una mujer descubre su desolado mundo de miseria e inutilidad.
Todo por haber vivido en un mundo irreal que sus padres le crearon, a partir de una relación casi mecánica donde carecían de amor mutuo los padres y las hijas.
Clara rompe, violenta el hechizo y permite la llegada del placer y lo disfruta a sus quince años.
La hermana mayor, solo mira, no busca su pareja,  solo sigue el recuerdo de su osada hermana y practica  también muy a solas la pasión que le despertara la pareja en su sesión de visita erótica.
Su padre irreal y su cuñado se unen en la exclusiva obsesión del monstruo admitido. La idea del hombre que solo llega en forma de un falso y virtual violador.
Pero su invención es obvia y descubierta y gasta sin recato su recreado delirio, con los objetos que personifican su pequeño y muy reducido mundo: Una silla, la madre, un tapete, el padre, las muñecas de su hermana que optó por su propia realidad.
Roe sus personificaciones insanas y de tanto usarlas a diario, termina en la mitad del mundo real y el mundo simulado.
Y son el cementerio y la iglesia, los que replican otra vez sus obsesiones, los que la dibujan como una mujer que enloquece por falta de amor.
Desarrolla el autor y recorre el uso del surrealismo para ir pintando en dolorosas reticencias y pinceladas distorsionadas, ese mundo de frenesí desde el reflejo del espejo en una cotidianidad rota e inútil, con los escombros de una casa y unos muebles y retratos que son los únicos que le hablan, mientras sentada en la silla que es su propia madre objetivada, mira repetirse su deseo en las escenas callejeras a través de la ventana.
Si, es el escritor joven de provincia devorado por la soledad de la ciudad.
Y es notorio el atrevimiento de ese escritor, para mostrarnos la interioridad de una mujer, al punto que un lector de ésta novela puede afirmar por segunda vez, en lugar de Flaubert, al responder, quien es Madame Bobary.


Esa mujer soy yo.


Marco Polo
Altillo de Villanova
Agosto 5 de 2019
Bogotá D.C.







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