UNA DULCE MALDICION

Del Real al cine en casa


Ahí voy una noche cualquiera, a los cinco años, de la mano de mamá.
Hace quince minutos sonó la marcha; que es el pasodoble El dos negro, con el cual a modo de repique, se le pide a la gente acelerar el paso para llegar a tiempo al cine, o para que vayan tomando la ruta de la cama para otro sueño.
Nosotros vamos al encuentro de esa bella ilusión que descubrirá mi vida.
Es el teatro Real de éste pueblo, con el irreal nombre de Gigante, el que nos obliga a vivir de la ficción como si fuera cierto. Corre el año 1957.
Entonces me encuentro por primera vez con la pantalla plateada y ese hombrecillo de gafas y sombrero de paja haciendo piruetas y torpezas para hacerme reír, colgado ahora de la saeta de un reloj.
Río con la impunidad infantil de una avalancha.
Ello produce la magia.
Con los comics de la misma época, me quedo frente a esa pantalla, como una dulce maldición, para el resto de mi vida.


Del Real, paso al Alcázar en 1964. Allí sigo mirando charros y soldados de capa y espada, amistado con vampiros de dientes sin filo para nuestro cuello, que nos permitieron en la copia del expresionismo, evadir la legión de María, para concebir la manera de abandonar la oscura opresión, con las películas, los Diez mandamientos o Espartaco. Los musicales españoles van de la mano de Joselito, Marisol, Rocío Durcal y Raphael. La desolación es sublimada en la Historia de amor que se parece a la nuestra. Es un fracaso. Pero podemos volar en globo por el mundo con Phileas Phogg y Passepartout.
Entonces entendemos que esa vida renaciendo al apagar la luz, nos dota de una pequeña esperanza al volver a la realidad. Que esos otros yo que salen del chorro de luz, son la mejor medicina para las falencias del alma. Guía, luz y siquiatra de nuestro interior.

En el Libia de Neiva a la luz de las estrellas, voy entendiendo el retruécano del subconsciente con una adaptación del Portnoy de Rooth y la grave violencia juvenil, con una rígida naranja que llora el escombro humano, con lágrimas de sinfonía, mientras una dialéctica invertida aplaca nuestra necesidad y hace rugir la voz aterida. En el teatro que se ubicaba en la parte posterior de la gobernación; creo que llamaba, “La Gaitana”, puedo ver “Gritos de silencio” y “Pecados de guerra” sobre el injusto belicismo gringo en oriente y al regresar de mi periplo universitario por la capital, me espera en el PigoanzaEl último emperador” como una burla a los maoístas.



Pero imaginar cómo se inició el cine en Bogotá en el siglo veinte me lleva a investigar.
En el artículo virtual “Salas de cine en Bogotá” de Avila y Montaño encuentro este retrato, que asimilo con mis pueblos en la pluma de Germán Arciniegas:
 Nuestra generación empezó a ver cine en San Victorino. Proyectaban sobre unas sábanas enormes entre dos postes y cuando había viento las figuras se alargaban o se embombaban. Algo parecido pasaba en el Camellón Central del Parque de la Independencia, entre el Paseo Bolívar y la Carrera Séptima, cuando daban cine “en el parque”. La cosa mejoraba cuando la función era en el Pabellón de la Industria, para los que tenían boleta de primera y quedaban dentro del salón; los de popular veían la película desde afuera a la intemperie”. (Nieto y Rojas, 1992: 9)
Los historiadores me cuentan que hubo un Teatro Municipal,  el primero, (no el Colombia que sería el Jorge Eliecer), abierto en 1890, el cual fue escenario escogido por Ernesto Vieco, para proyectar el 1 de Septiembre de 1897, la primera película en Bogotá. Y no fue otra que los sketch  de los hermanos Lumiere, apenas dos años luego de su proyección en Francia: La llegada del tren a la estación, Limpiando las malas hierbas, El pugilato y El hombre y la rata. Eran tiempos anteriores a la regeneración. Otros gobernantes. Íbamos a la par del desarrollo mundial. Teníamos tranvía, tren, edificios europeos y claro, cine. Luego en 1952, frente a gran controversia, Laureano Gómez demolió ésta hermosa obra arquitectónica.
Teatro Municipal de Bogotá 1890
La primera sala de cine en Bogotá fue construida en 1912, por los hermanos Di Doménico y se llamó Salón Olympia, con 16 puertas y capacidad para 3.000 espectadores en sencillos escaños de madera, al estilo de una iglesia con tres filas de bancas. Allí comenzó el 8 de Diciembre de 1912 la historia bogotana de las salas de cine que luego fueron los TEATROS, con la exhibición de “Novela de un joven pobre” que inauguró la costumbre de titular mal el cine que nos llegaba, su autor Mario Caserini, italiano, la tituló originalmente L’ultimo dei Frontignac (1911).
A mi querida ciudad de Bogotá, llegué en 1975. Cuando el auge del cine había permitido la proliferación de cien salas.
Recuerdo los que alguna vez frecuenté: Tisquesusa, Metropol, Radio City, Olympia, Opera, Metro, Lux, Jorge Eliecer Gaitán, Embajador, Cinemas y otros que reconocía al pasar, Mogador, Ayacucho, Aladino, San Jorge, México, Faenza, España, El Dorado.
El cine fue para mí bálsamo de la soledad. La catarsis para resistir la ciudad y su frío. Era un asiduo espectador grisáceo, lector en la buseta y en las colas de los cines.
No pude parar.

Me obstiné en lo oscuro, lo difícil, lo serio, que era el surrealismo de España o Francia y vimos el amor vuelto bestia o el teorema italiano ejerciendo la contradicción política en alguna cinemateca de la ciudad  y por allí se coló el sueco vuelto Alexander para reafirmar la tara.
En el Radio City aprendimos la rígida e interna sonrisa de Allen. En el lumpen Presidencial de la décima, un doblete donde un polaco pinta el primer vampiro gay del cine. En el Embajador pudimos apreciar de nuevo el miedo de la infancia, propiciado por la religión demoníaca que con bisturí de salmodia,  pretendía exorcizar de la pureza, el derecho al placer. La épica del oeste tuvo su clímax en el Cinerama del Scala donde el mundo mágico se volvió semicircular. En el Metropol creo haber sentido de nuevo el terror del pueblo en los ojos del bebé de Mía Farrow. En el nuevo Olympia creo haber visto el Imperio de los sentidos, porque luego se tornó un cine de casi una equis y presentó colegialas de falda roja y medias tobilleras para indicar que crecíamos. En el Jorge Eliecer Gaitán que casi no recuerdo haber frecuentado, sé que se proyectó Isadora Duncan.
Si pensamos en el cine nacional debo admitir que por esos años, pude ver en los Cinemas de la 24 con séptima la comedia mas divertida de mi tierra, el falso Embajador de la India, que nos retornó a la hilaridad y Los hombres del presidente y Atrapado sin salida. En el Metropol un Ulises de la western fideo que nos volvió a arrancar carcajadas admitiendo que su nombre era Nadie.
Pero la tecnología dio vuelta y nos remitió al teatro en casa cuando iniciamos nuestra propia colección a mediados del 90. Fuimos al reencuentro de las mejores obras del cine en nuestro gusto y en el de Roger Ebert o Jurgen Müller y la relación con la literatura otra vez, al Año pasado en Mariembad de Alain Resnais basada según algunos, en La invención de Morel y con guión del zar de la noveau roman: Alain Robbe-Grillet para ayudar a retorcer el pescuezo al tiempo, con Joyce, Alas, Proust o Woolf y sentir que Faulkner como guionista fue mejor investigador que Marlowe.
Todo lo anterior, para celebrar el viernes pasado con Lis, la re catalogación de nuestra colección, de mas de cien años de cine, que hemos pasado de BETAMAX, a VHS, a VIDEO LASER, a DVD y finalmente al BLURAY, para iniciar un ciclo de reseñas de cine en el repaso, con el brillo oscuro de Louise Brooks en los comienzos del cine.

Marco Polo
Altillo de Villanova

Bogotá 22 de Febrero de 2015.

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