LA NECESIDAD, EL MIEDO Y EL GRITO DE SILENCIO DE LOS ANIMALES

                     




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La novela de Leonardo Padura que acabo de leer se ha vuelto para mí el tónico del recuerdo y el grito reprimido de unos años en que debí permanecer callado también, con una gran cantidad de documentos vivos en video, sobre la realidad cubana, que solo veinte años después me atreví a editar y que titulé “Cuba se desmorona” en una modesta película.

Eran los años noventa y cuatro, del siglo pasado, cuando visité Cuba, por mi aún solidario sentimiento a su pueblo sufrido y por la extraña certeza de ir al encuentro de un monstruo moribundo al que había dejado de temer y creer, gracias a la literatura y  al muro de Berlín que había caído en la cabeza de muchos obtusos.

En ese oscuro noviembre no solo grabé en el recuerdo a sus gentes miserables, arruinadas por el disfrute de unos cuatro poderosos, que le imponían a los hambrientos “la dictadura del proletariado” y que representaban una vez más, a Stalin el criminal, con el cuento de la igualdad y la promesa de un cielo similar al que los curas cristianos nos impusieran con espejitos.

Grabé, una pequeña película que tan solo pude llegar a editar veinte años después, no se si por el rescoldo del dolor que se alojó en mí los siguientes años y que duró todo ese tiempo, o por una siniestra solidaridad a ultranza que tenía que ver con el temor y el silencio.
Ese silencio que precisamente aquel año aún se imponía a los cubanos que se atrevieran a pensar diferente. Sus gentes muy por debajo de lo humilde, me obligaban a compararlos  con el perro de pedigree que grabé en la calle, caído en desgracia, que me persiguió por esos años y que  hace cola con los demás desgraciados ante una tienda sin artículos para expender en la tarjeta de suministros, similar hoy a la de los venezolanos.

Era tal la silenciada miseria del cubano, que por las noches mientras tomábamos su ron y caminamos por el malecón con el deseo más de la brisa y la libertad que del arrobamiento etílico, nos asaltaban seres oscuros con cajitas de cartón reutilizado y dentro, solo protegido por una película de plástico, el delicioso arroz que debió ser “ropavieja” con frijoles negros y cuadritos de cerdo crujiente. Una comida extraordinaria provista por clandestinos sobrevivientes de la oscuridad, que recibían los escasos dólares de su precio, con premura y temor y desaparecían en el mismo silencio opresivo para ésta gente ruidosa y tropical.
Al taxista que me llevó de regreso y que teníamos contratado para pasear por la capital y luego visitar Varadero, le pregunté ¿que pasaba? y el me respondió que era prohibido vender a los turista comida y menos ganarse de forma negra unos dólares. Porque aún no se “abría la economía a esos misérrimos paladares burgueses”.
Injuriado por su respuesta callé, pues aunque era delgado, diferente de la policía de Castro, que aunque de civil, no podían dejar de permear siempre la obesidad como muestra de poder, de policía secreta, de informante, de espía ruso adiestrado para el trópico en medio del hambre, como el actual presidente de Venezuela.

Pero durante los siguientes veinte años, por fuera de admirarme de la heroicidad del pueblo cubano, no tanto por defender el régimen, sino por lograr sobrevivirlo, silenciado por su propio gobierno, con tan solo su hambre y flacura, me pude preguntar hasta donde llega el pueblo para burlar a sus carceleros.
Y fue tomando figura un interrogante sencillo,  cuya respuesta era todo el pueblo oprimido que vendía comida clandestina a los turistas por el dólar.
El interrogante tenía que ver con otro grito.
Cómo hacía ésta pobre gente para acallar también el chillido del cerdo, que por las noches sacrificaban y freían para vender a los turistas.

LEONARDO PADURA un valiente Cubano, antes que volverme a mi época ilusa e ingenua de adolescente militante de izquierda en la provincia, recordando todos los matices de la historia de la revolución y del asesinato de Trotski y con él, de la última utopía sobre la soñada igualdad de los hombres, me ha llevado a solucionar esa pregunta que siempre llevé conmigo en la intimidad, por veinte años.

¿Como hacían los cubanos del 94 para que Castro no escuchara el grito, el chillido del pobre cerdo sacrificado?

Hoy el escritor cubano, me ha dado la respuesta  en su novela histórica: “El hombre que amaba a los perros”  Y de paso, en forma extraña me ha reafirmado ese silogismo popular que no es un aforismo de Lenin, y que se confunde con el rostro de una mujer miserable con ojos de odio y luego, en el recuerdo, del can que espera algo de los que hacen la  cola: “La necesidad tiene cara de perro”.

La novela es un cuento largo que va de los textos biográficos o de  historia rígida y seria, a la maleable y probable palabra de un hombre que aparenta haber conocido una historia de oídas.
La historia real y macabra de un verdadero líder borrado por la propaganda  comunista, de la que también fuimos testi de auditu, y llegamos a tenerlo como el hombre malo de la revolución, por allá en el año 74 cuando en Neiva no teníamos otra esperanza que intentar la revolución, porque estábamos en la miseria.
Habla de la historia de un hombre que la “revolución” quiso callar y calló también como a los cerdos de la Habana.
De Trotsky, cuando a lo mejor era y fue el único que pudo haber mediado para que no cayera ese muro que aplastó la última de las utopías de la igualdad humana, repito, pero que nos permitió  ver el rostro de hiena,  de ese oscuro y atrasado soldado campesino que fue Stalin. Matón y farsante, que se levantó sin ningún rubor sobre la sanguinolenta carne de sus copartidarios y amigos de revolución.

Es posible que el final de la novela no sea lleno de toda la justicia que éste libro merece.
Es probable que el escritor que se hace personaje y víctima por el miedo a su gobierno y a países que tomaron a pecho la ideología y fueron volatilizados por sus egoístas líderes más podridos y desviados que un enfermo mental, no merezca otra cosa que un verdadero viaje a la toscana.
Pero lo cierto es que antes de la desgracia del autor narrador, personajes y víctimas, estaba bien, el recuperar la verdad de la infamia, de la criminal y devastadora insania contra lo humano, propuesta por un insaciable carnicero como Stalin, al procurar la muerte de  mas de veinte millones de sus propios correligionarios y judíos, peor que la misma acción carnicera de su gemelo Hitler.

Esta historia apocalíptica de la utopía socialista de la cual fuera sepulturero Stalin, para el futuro, va unida al sueño del hombre engañado por sus propios líderes, que solo ansiaron robustecer su ego y levantar sus propias estatuas a nombre de los pobres que jamás llegaran a los altos estrados del poder.
Es además el esclarecimiento del por qué la utopía de la revolución española fue traicionada además por el ruso y de cómo se rifó el poder  y en el mundo se erigió  el mayor imperio con base en el MIEDO, en Rusia y en Cuba.
Ese miedo que hoy pretende reproducir en  Venezuela un salvaje que no conserva en sus ideas sino el mal olor del calzado de Trotsky.
Éste, elevado al portal de los héroes producto de sus miserables crímenes y detenciones a la oposición, sólo deja tirado a los lados esos crédulos humanos. Su único mérito es convertirse en hiena para conservar un ismo, una aparente ideología, un ego, una dictadura donde el de arriba es el único que disfruta pisando sobre la cabeza del pueblo, y la de pobres colombianos de la frontera.

Me causa alegría que un cubano sea capaz de traer ésta historia a colación debiendo rodearse del subterfugio de la ficción, cuando el autor de lejos, se lee, es también víctima del absurdo llamado revolución, como lo subraya.
El cuento pasa por las inimaginables creaciones humanas para la sobrevivencia, como la de ser un Veterinario, Literato, que casi no existen en nuestros lares, para burlar el hambre y prepararse “una aromática de hojas de naranjo” a falta de café, para despistar el hambre en el país mas homofóbico del trópico.
Y pensar que esto estaba pasando en esos días en que visité Cuba y que una de aquellas noches no pude reprimir el dolor, y terminé cantando por sus calles La Marsellesa rumbo al hotel, como si hubiese intuido que ese pobre pueblo, ahora, estaba necesitando esa otra vieja revolución de la libertad, igualdad y confraternidad.

Pero la gente desbordó el miedo frente a la necesidad y el propio gobierno apoyó a los balseros para que escaparan del país del imposible y hasta permitió la existencia de “los paladares clandestinos”, luego, cuando estaban llegando al Sálvense quien pueda, para escapar  de la utopía vuelta mentirosa heroicidad y sufrí por los cubanos hasta que me atreví a realizar la pequeña película viendo como se caía en pedazos su patria y la película la denominé CUBA SE DESMORONA.

Luego en el año diez de éste siglo, pude besar a Lis frente al muro donde Leonidas Breznev besa a Erich Honecker en Berlín. Y con la certeza que ello me aportara, dejé el temor reverencial a la izquierda y me impulsé a escribir una historia sobre nuestra leve militancia en la tierra opita, para reír un tanto de nuestra ingenuidad, por haber llegado a creer en esa ideología que tenía el ODIO por motor del hombre, del cual fui inoculado en la capital del Huila, de la que huí una vez, a estudiar en una Universidad Libre de Bogotá donde no me alcanzara la mano de Stalin. Porque con los animales de nuevo, entendí que “la militancia es disciplina para perros”, como repetimos en estos días con Jairo Ramirez el historiador, otrora militante de la URS.

Ahora, vuelvo a Leonardo Padura el que develó el misterio de cómo acallar voces de cerdos en su país y de manera humilde me cuenta:

El escritor veterinario de su historia, en trueque cambiaba en el campo, su servicio a los animales, emasculando perros por mangos, y gatos por café, haciendo disímiles cirugías a raquíticas mascotas por plátanos.
Entonces el asombro me llegó cuando cuenta en su novela, que como especialista empírico, era quien operaba las cuerdas bucales de los cerdos que se venderían en la Habana.
Para que Castro no escuchara su chillido mientras eran sacrificados.
El grito de silencio, el miedo que los cubanos se tragaban en  ese año 94.



Marco Polo
Altillo de Villanova
Bogotá Agosto 30 de 2015.






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