Cuento ilustrado por un niño de hoy
PASOS PARA LA
IMAGINACION
Nos
miramos de una hamaca a la otra. Él se impulsa con una pierna. No puedo
reprimir lo placentero del ir y venir, con la escasa brisa creada. En la
soleada tranquilidad de la tarde, en el hall, se escucha el ruido de la fricción
de la cuerda sintética con el metal.
Le
tomo una fotografía desde mi móvil y la subo a la web.
Representamos
a dos Celios, la titulo así. Se la
dejo ver. Pero no entiende que le estoy insinuando que perdemos el tiempo.
El
calor parece haber detenido los sonidos campestres, entonces suelta su frase un
tanto agresiva, “Estoy aburrido”.
Me
viene la imagen de su supuesta necesidad.
Estar
pegado a toda hora al televisor en un canal Kid, con dibujos animados tan feos
que me desaniman, pecezuelos, Bob esponja, ese mal delineado Batman
frente al de mi infancia, donde Róbin es una niña.
Su
padre consiente una media hora desde su móvil, mientras él aprovecha su
necesidad de descanso y lo ve dormitar en la visita. Un juego cualquiera, sin
importar la socorrida violencia, matar y matar y recuperar vidas en un infierno
virtual, mientras consume la batería del día.
Otra
idea me acosa. Como una obligación.
Creo
que debo inventar algo. Sacarlo de su mundo robótico, manejador de sus pulgares
en el juego inútil de ganar, en el Xbox, el PS4. Temo como si supiera que su
evolución será inmediata y estuviera provocando ya el desaparecimiento del
resto de sus dedos, inútiles.
Este
futuro que me llega de inmediato.
“Quiero irme de aquí, para la ciudad. Quiero
jugar”.
Le
digo que admire el verde de los árboles, los pájaros cantando, el carpintero de
roja cabeza picoteando el agujero en la rama del balso, el sol que rebota sobre
el pequeño oleaje del lago elabora olas de cristal. Los pollitos felices revuelcan
la humedad de las hojas secas bajo el verde de los altos limoncillos con su
fruta alargada.
“Esa es una chicharra”.
El
filudo vibrato corta las copas de los árboles y no podemos verlo. Teme a las
hormigas, a las pequeñas avispas que comparten un sorbo de agua a la orilla de
la piscina, quiere pisar lo que se mueva. “¿Todavía
hay ciempiés?”
Ya
tuvimos nuestra sesión de azulosa piscina, donde debí estimularle otros
ejercicios diversos del nadadito de perro, saber flotar bocarriba, bracear.
Se
me ocurre que debo sacar la motobomba con el argumento de oxigenar el agua y
procurar un capítulo diferente, una nueva diversión: En el chorro espumoso de
agua que recicla la azul, metemos la cabeza, aguantamos la respiración y
atraigo su ánimo competitivo.
Contamos
cuantos segundos duramos debajo del chorro que a veces golpea la cabeza o la
espalda en un inútil masaje que no percibe por su emoción de juego. Si cuento
hasta cuarenta, él quiere contar hasta cincuenta y seguir subiendo. Llamamos a
su abuelo, a su tía y nos tomamos un par de fotografías más con la felicidad de
tener esta azulada agua como una bendición, mientras en el país crece la sequía.
Es
una transparencia culposa.
Tan
solo en la carretera pudimos ver, en un pequeño pozo terracota, un gavilán y un
buitre negro compartiendo un sorbo de agua, residuos de lo que quedó de la
lluvia de la madrugada.
Imagino
que estamos ya en la guerra del agua.
Me
da pena su futuro. El verde volvió a las hojas, pero la resequedad general se
obstina en el color de la tierra.
Lamento
entonces que ya no quiera comer pescado, ni boca chico, menos la cucha, de la
que le cuento tiene la misma edad de los desaparecidos dinosaurios, de los que
menos quiere conocer su sabor, ni chimichurri sobre la carne, ni el ácido jugo
de tamarindo que paraliza la sed, ni
frutas, tampoco el mamoncillo, sólo unas cucharadas de sopa del caldo de
pescado con limón, o pan o dulces. Le
recuerdo que alguna vez debió acompañarnos a un restaurante y pedí un pargo
rojo para mí. Lo compartí con él. Arrancaba un trozo de carne blanca, él
masticaba rápido y sin dejarme tomar mi bocado de nuevo pedía:
“Mach pech”.
Dice
no recordar. De todo lo que se le ofrece asegura: “No me gusta”, aunque no lo haya probado nunca.
Me
prometo otra vez que le crearé algo.
Inventaré
un cuento para sacarlo de su mundo infame y virtual. Un cuento peripatético,
caminado, como lo hacía Sócrates, donde mis palabras dibujen el instante por el
que pasamos.
Le
propongo que vayamos a la orilla de la represa. Su abuelo refuerza incrédulo mi
idea. Habla de un cocodrilo al que le podrá ver la dentadura. Veo en sus ojos
la necesidad de aventura.
Se
ajusta los zapatos que está estrenando. Una especie de tenis con forma de
guayos de futbol coloreados de verde. Comenzamos a bajar por el sendero en
desnivel hacia la orilla, es un camino irregular con piedras y leves gradas
metálicas que el barro ha logrado ocultar.
Lo
hacemos con todo el cuidado, para evitar que su osadía le procure una caída. Le
digo donde ir pisando y vamos cruzando los
iguá que han crecido unos veinte metros de altura. Un caucho al final. Llegamos a la playa, llena de residuos de tarros
plásticos, de lazos, de tubos negros de agua y hay dos embarcaciones. Un bote
moderno de fibra de vidrio y otro de madera un tanto averiado. Le digo “Vamos a navegar”, pero como no he pedido
en préstamo el bote, le digo que se imagine como marinero, el bamboleo sobre el
agua. Que se suba en él y se siente en la parte posterior en la butaca tallada
sobre la parte cóncava, para tomarle una foto hacia el fondo del espejo de agua
que simula el mar un tanto inquieto y el sol mas allá, procurando un joven
arrebol. Tomo la foto como si estuviera navegando. Contra el agua. Solo una
parte de la embarcación blanca por dentro y verde en los costados. De inmediato
desciende y le explico que éste fue el primer lugar en que debimos acampar
antes de tener la casita prefabricada, le cuento que tenía un bote plástico
amarillo al que le acomodé un motor y solía por turnos llevar uno o dos
ocupantes a quienes le daba una vuelta casi hasta el centro de la represa. Le
refiero que nadábamos todos, con chalecos, sin temor a las babillas que son los cocodrilos que mencionara su abuelo, ni a las boas que debieron ir sembrando en la
laguna para el control ecológico, antes de que existieran jaulones para
engordar mojarras. Le muestro las
horribles jaulas negras que contaminan el agua y la visión de la superficie en
lontananza. Esa agua que en ésta sequía se obstina en dejar su color de miel
para mostrar su transparencia cuando está libre de nubes y refleja el azul del
cielo.
Caminamos
a un costado de la playa, la mas contaminada de basura y residuos de hojas
podridas, con el blanco del icopor de los jaulones que riñe, desnaturalizando
el paisaje y buscamos un vado para cruzar el pequeño brazo conque la represa penetra hasta la oquedad formada por
árboles, el lecho del riachuelo sin agua que baja de la loma por entre la
tupida y oscura vegetación y le ordeno pisar donde piso, no sea que surja de
las hojas podridas una serpiente y tengamos un accidente de colmillos venenosos,
pero le aseguro que los animales no son tontos y temen al hombre.
Me
sigue. Atrás su tía, para corregir su apresuramiento y los resbalones en la
parte húmeda. Bordeamos hacia el sur la represa y buscamos el lugar por donde
íbamos hasta el otro lado de ésta playa, protegida con una especie de
arrecifes, de rocas cortantes. Pero el sendero no frecuentado en los últimos
quince años ya desapareció. Se sumerge en el agua a veces colorada.
Podríamos
cruzar si trepamos la última loma de la orilla, nos llevamos la mano a los ojos
y oteamos hacia arriba y descubrimos un pequeño desfiladero, amarillo rocoso y
sobre él un árbol de caucho y mas
abajo otro de chaparro muy tupido
donde parlotean unos negros chamones.
Le explico, en qué época conocí éstos pájaros
que suelen robar nidos o huevos de otros. Entonces escuchamos la voz de
un pato, enojado, recriminando a los
cuatro chamones que pretenden comerse
sus crías que pían, pero no logramos ver. La voz de la madre pato, es mas fuerte y hace huir a las
oscuras aves que chillan de forma metálica con la complicidad de nuestra
cercanía. Nos alegramos de haber contribuido a la seguridad de la familia pato.
Entonces
le digo, que nos acerquemos a la isla donde nos podemos sentar. Es un promontorio
rocoso donde sobresale una escasa superficie, que puede perfectamente sostener
a dos personas sentadas con los pies fuera del agua, pero con la perspectiva
producir
el efecto de estar en el centro del mar en una escasa isla.
Somos Robinson
Crusoe y Viernes perdidos en una
isla. Allí se sienta con la tía luego, y tomo la fotografía que no es tan
afortunada como la que nos toma Lis.
De
un momento a otro, sin embarcaciones cercanas comienza a ocurrir un leva mar
que me moja los zapatos, entonces nos levantamos y huimos del mar que nos
quiere llevar en su oleaje y regresamos por donde habíamos venido.
Veo
su emoción al poder escapar sin mojarse. En ese instante un obrero de los
jaulones aparece a los lejos conduciendo un bote metálico en que lleva los
bultos de alimento para los peces, lo vemos navegar a gran velocidad y luego
insertarse en la arena, mientras hecha una reversa para parquearse de buena
forma en la playa. Se me ocurre decirle al operario que nos de un aventón hasta
las jaulas, pero el trabajador desaparece muy rápido hacia la casa de al lado
subiendo por la loma de enfrente.
Entonces
veo que la historia del mar se ha agotado.
Debo
crear otra, sin dejarlo respirar.
Se
me ocurre que si no pudimos viajar en el barco, debemos caminar por la jungla y
resuelto le propongo. Señalo la supuesta caverna que forman los árboles sobre
el riachuelo seco.
Ingresamos
por el boquete oscuro entre árboles y arena y caminamos por el lecho del
riachuelo del brazuelo seco que pertenece a la represa y al pequeño arroyo que
se forma cuando llueve. Aventura en la jungla, le repito.
Acepta
feliz y comenzamos a caminar con seguridad por la arenilla blanca y aún húmeda.
La arboleda que se cierra cada vez mas, nos coloca siempre sobre los ojos las
recientes telarañas del acucioso insecto, que nos molesta con el calor y la humedad
en medio del valle natural, por los altos árboles que dejan colar la luz de
tramo en tramo y que si miramos hacia el oriente no vemos sino la oscuridad de
las hojas, la maleza y vegetación abierta sólo por el lugar donde pasó la
lluvia.
Caminamos
lento y de vez en cuando nos encontramos con un pequeño estanque que nos obliga
a cambiar el rumbo del lecho. Luego nos ubicamos en el centro del pequeño
bosque que procuro acrecentar con mi voz cual fondo musical, repitiendo que se
trata de nuestra aventura en la jungla.
Se
escucha a lo lejos el grito de los loros
y las cigarras. Afortunadamente
aparecen dos grande árboles con lianas al estilo de las de Tarzán y le digo que se
aferre a alguna de ellas y procure volar entre los árboles. Lo hace y en medio
de su grito tarzanesco tomo una de las buenas fotos del día. Es notable su
alegría, pues no quiere soltar las lianas.
Cruzamos
el arroyuelo, hacia una parte mas alta y seguimos subiendo por la hondonada que
es nuestra jungla y llegamos hasta el fallido aljibe, donde le explico que un
maestro “vivo” procuró cavarlo en
invierno y cuando desapareció la lluvia, ya no hubo agua para llenarlo,
porque la arcilla y roca y arenilla
taponaban muy bien cualquier entrada posible de agua. Al final colapsó sobre sí
mismo y dejamos el agujero perfectamente taponado con su puerta metálica.
Le
propongo ir al otro lado de la represa, por un camino que intrusos utilizaban
de forma abusiva para ocupar el terreno contiguo, mas allá del cercado de
alambre de púas que hay en la cima de la loma y que separa nuestro predio.
Subimos con dificultad el barrial del camino casi perdido, aferrados a los
tallos de los arbustos sin dejar que los zapatos resbalen y cuando casi estamos en la cima, vemos al otro lado las escuálidas construcciones de los
furtivos invasores y casi escuchamos la estridencia del grito de un pájaro
marino, o una gaviota moribunda, como el presagio de una desgracia.
En
seguida los árboles se mueven y penetra por la parte baja de los troncos de los
árboles una especie de borrasca cálida. Los árboles se mueven arriba. Se
escucha el roce de sus ramas como si un gigante muy alto diera brazadas
previniendo a los que están debajo. Segundos después, nos llega la fiera
algarabía de una jauría latiendo, como si ya estuvieran dentro de nuestro
corazón y nos aterramos. Miro sus ojos y el miedo casi lo paraliza. La jauría
de los dogos salvajes de la vecindad corren a nuestro encuentro pese a que
existe todavía mucho bosque de por medio. La emoción y el miedo se replican en
su cara y ordeno con su tía, tomar armas para la defensa.
Buscamos
en el piso y encontramos cada uno un largo leño, para defendernos de los
perros. Los ladridos de los perros se acercan mas. Pero seguramente al
presentir que nos agachamos y nos prodigamos de defensa sentimos que detienen su
carrera y nosotros iniciamos la nuestra, apoyados en los leños como si fueran
bastones. Le digo que el miedo es natural. Es bueno sentirlo, pero seguir
pensando. De lo contrario el terror puede llevarnos al fracaso, a la
inmovilidad, a la derrota. Los perros pueden oler en el aire nuestro miedo,
nuestra sorpresa, pero también nuestro atrevimiento valiente y osadía. Siguen ladrando mientras damos vuelta atrás y
casi huimos por la resbaladiza pendiente, agarrados de las lianas y algunos
árboles.
Le
prometo que en nueva oportunidad cruzaremos esa frontera.
Respiramos
tranquilos y seguimos otro tramo por el mismo lecho y caminamos hasta donde
encontramos el arbusto espinoso de diminutas hojas verdes y lustrosas, que
antaño nos servía de árbol de navidad
y lo acicalábamos con algodón y le colocábamos bombas de colores que inflábamos
con nuestra alegría de infantes hace muchos años.
Regresamos
y tomamos el rumbo del antiguo camino que elaboramos para el aljibe, del cual
solo quedan algunas piedras y trozos de cemento de lo que fueran pretendidos
peldaños.
Al
llegar a la cima, aparece la cabaña.
Su
admiración se refleja en la cara, al comprobar que ha transcurrido toda una
aventura a tan solo unos diez metros de la segura construcción, porque su
imaginación, (perturbada por la realidad virtual) aún está intacta.
Marco
Polo
La
mistela
9 de
Enero de 2016
Excelente historia. Nos hizo revivir épocas en las que todavía se podía nadar y vivir nuestras propias aventuras. Si no les enseñamos a los niños a cuidar y valorar el medio ambiente, éste solo quedará en historias que tendrán que vivir sólo en su mente.
ResponderEliminarGracias, Maria. Ese era uno de los puntos. Hacer que los padres reflexionen en torno a su hijo que ha perdido su mano para dirigirla exclusivamente al chat y los videos juegos y la TV.
ResponderEliminar