SEPTIMAZO, EL ALBUM


UN CULTO  AL RECUERDO

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Ir al centro de Bogotá, es asumir un viaje a la aventura.
La propuesta que nos hacemos por alguna necesidad, diligencia, o en últimas por el nebuloso placer que el recuerdo nos dibuja en la memoria, de volver a ejercer el septimazo, tiene sus implicaciones. Al punto de la necesidad de planificar como si fuera un viaje a otro país donde impera el temor y la desidia oficial, pese a que se viva en cualquiera de los extramuros del sur o norte.
Debe elaborarse un plan que excluya la famosa restricción vehicular en primer lugar.
Luego trazar las rutas escasas para hacerlo porque ni siquiera, en el GPS aparecen las vías, ahora cerradas o en perpetua reparación.
Son únicamente tres opciones desde el norte: Una por la treinta y luego buscar la veintiséis. Otra por la Caracas, y finalmente la mas expedita, la de la noventa y cuatro con la circunvalar.





El septimazo ha cambiado.

La gente camina por la calle pero debe eludir el desorden, los recicladores, el albañal anexo a lo largo de la vía, los vendedores ambulantes, novísimos culebreros, ventas de guarapo, mango y helados a mil pesos.
Sin el humo de las busetas, los recicladores pudieron derrotar su paso metálico con la zorra retro, que triunfante en la contravía nos lleva al sabor onírico de una ciudad que se recupera de una extraña guerra que pasó por allí cerca, de la que se recoge el recuerdo de sus despojos y por ello se prefiere el centro de la calzada para evadir la indigencia.
El caminante intenta una sonrisa frente al Michael Jackson joven, al trío de Jazz amplificado, o a la chirimía del Pacífico con la marimba de chonta, la tambora y la vieja cantaora con sombrero de iraca y colorines en su atuendo, que esperan de todas formas retribución por escuchar su arte vuelto un lamento sin esperanza, a ese contradictorio rascacielos que cada día se eleva un piso mas.






Al centro de Bogotá tuve intenciones de ir desde los trece años de edad.

Vivía en Seminario y un profesor pastuso, bonachón e ingenuo, nos organizó la primera excursión a la gran ciudad. De ese recuento me ocupé en un escrito inconcluso donde Monserrate y la Quinta de Bolívar resultaron una fantasía llena de niebla en el rojo del funicular y los cables plateados del teleférico, con lo vidrioso de la lluvia pegada a los muros de las edificaciones republicanas mientras subíamos por la trece resoplando vapor. Casi al culminar el septimazo de aquel día, estaba aún de pie el hotel Dalí única obra arquitectónica que nos traía un lejano aroma de París, a donde como un prestidigitador logró llevarnos gratis el profesor Burbano, mago, para compartir un par de noches en la mejor suite de aquella joya que nunca debió perecer frente al centro comercial, que luego aplastaría su recuerdo con el pesado fardo del ladrillo, donde sólo el nombre nos convence ahora de ser una terraza, contradiciendo lo aséptico de Pasteur por un verdadero rumor de humareda, tufo de orín y ventorrillos de cerveza y productos esotéricos para nihilistas desesperados.


Las épocas han variado en el recuerdo, como si se impusiera una nueva capa de barniz que derrota la inferior. La idea de tomar el centro de Bogotá, hoy tan cambiada.



Desde el año sesenta y seis hasta el pasado 28 de de Mayo de 2015 un lamento nos recorre la piel del recuerdo.

Aquella, esa otra, la de los años de funcionario judicial en que desde el edificio del Tía, vuelto recinto de la nueva y aparente justicia, esa caína para alojar tanto tartufo cagatinta, se subía por dos cuadras al oriente a la plaza de Bolívar. 


Allí se veía la misma pareja demacrada haciendo ejercicios previos de gestualidad, a una representación teatral tan lamentable como sus cuerpos achulados, con la misma anciana ciega frente a la casa del florero sin haber podido templar las cuerdas de la guitarra que perseguían  desde muy lejos el tono de su canción arrabalera o el almacén de discos antes del Only, frente al Murillo Toro gritando aún canciones de Rodolfo Aycardi, luego del café, donde dejaban leer el periódico pegado a la pared mientras degustábamos un  carajillo o se compraban las almendras y antojos para el fin de semana y en la trece mirábamos con incredulidad las frases grandilocuentes de un duce Gaitán impresas en el mármol, como la voz aletargada de su profesor Ferri, impidiendo ver la sangre encima del lugar donde cayera asesinado por Roa.


El Tiempo y el Banco de la República antesala de los insufribles mimos que atracan la alegría del caminante con sus ridículas imitaciones. Pero en ésta caminata de hace veinticinco años, importó para el recuerdo el viejo carterista especializado en hurtar estilógrafos finos con su periódico y al intentarlo con el narrador, se llevó el susto de su vida al ser rechazado y tener que recibir en medio de la lluvia que cayó de improviso, una limosna para un almuerzo ejecutivo de tres mil pesos, luego de contar la injusticia por la muerte de su hijo frente a un policía. Porque su labor dijo, era un trabajo igual que el que desempeñábamos los fiscales.


Si ahora decidimos almorzar aquí, es porque  no pudimos sustraernos al imán del recuerdo que nos propuso el pasaje Hernández, donde iluso volví a preguntar por una camisa Arrow que hace mucho cambiaron  por Costa Azul.


Sigue allí el mismo restaurante que iniciara su labor al costado del palacio de justicia hace casi tres décadas y que ha crecido tanto, como si se reprodujera el segundo piso por cáncer, en sinuoso laberinto de salas y pequeñas puertas abarrotadas de empleados y secretarias invitadas por sus jefes a su especialidad en frutos de mar, tan crecidos en tamaño y ateridos como pescados del archipiélago gulag para el negocio, que debimos salir de allí cargados con la bolsa para el perrito, pagando el precio en dólares.



Desapareció el pescado diario de los emigrantes del pacífico, que ofrecían muy frescos la sierra en salsa o el pargo rojo, con su sancocho de pescado y el limón y el arroz con coco que eran una fiesta diaria a precios ejecutivos. 
Caminar al regreso con la pesadez pidiendo siesta hasta la veintidós, para notar que La florida, el café de las onces santafereñas, fue restaurado y observa el amarillo oro de la parisina tranquilidad para deleitarnos con un postre, el delicioso amargo del tinto y las viejas fotografías de Pomponio, la loca Margarita y el bobo del tranvía de otros septimazos.




Si se cruza la veintiséis es porque caminaremos hasta el museo nacional, el panóptico que nos permite mirar para todos los costados del pasado.
Cruzamos el bosquecillo de pinos al lado del planetario; oculto atrás, el pequeño rascacielos que fuera el símbolo de los setenta,  una época extraña en que se mezclaron los aristócratas con los revolucionarios y hasta el edificio verdoso entre la arboleda, llevó el nombre soñador de una nueva isla utópica, donde liberales del M. R. L departieron con los seguidores de Mao y como se cuenta por allí en otras cuartillas, fue un edificio de izquierda.



Mas hacia el norte, se aprecia la bella construcción de la plaza de toros reluciendo el terracota con otros edificios en ladrillo que lo enmarcan para evadir desde su altura, el pago de la entrada, que en otras épocas teñía de rojo el sector dominguero, con un sabor español de boinas, entre botas de sangría y peñas con asiduos degustadores de paella que no distinguían como ahora,  entre la vida o muerte del fiero toro negro y el gusto a la carne asada.

MARCO POLO
Altillo de Villanova
Bogotá 
28 de Mayo de 2015


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